martes, 11 de febrero de 2020

Ce y El Charco

Ce, lo estimo mucho aunque apenas nos conocemos. Es usted un intelectual nacido del pueblo que no se le aleja. ¿Puedo pedirle acompañar nuestro viaje por ese Sur donde intento resumir el pasado de nuestra red de agujeros?
No encuentro un buen mapa. Usemos este, ¿sí?

Abajo a la derecha está la Costa Chica y allí Ayutla. Hice un trabajo sobre el plan que fue titulado así aunque se firmara en otro lado. Lleva el nombre del redomado cabrón cuya autoridad se hacía sentir por esa zona hacia los años 1850. Mire cómo son las cosas. Hasta culto debe rendírsele al tipejo.
Ahora va otra imagen, tomada sin crédito por el tumbaburros digítal. En fin, es poca cosa y lo halla uno donde quiera. Tan bonita cartografía que hay.  Para muestra, este título primordial.
Aquél no nos sirve. Ora vea la mamarrachada turística, abajo. Se salta municipios y no registra el que buscamos para mirar dentro, pues El Charco está a tres horas de la cabecera, a pie todavía hoy porque solo una brecha conduce allí. Ochocientas almas. Ni quién pele.
Ecribí esto en 2001. Va como referencia. Luego conversamos sobre lo que pretendo, ¿quiere? Y perdone al blogger. Se pone pendejo al final. 

A tres años de la muertes en El Charco, Gro.
DE LA MILITARIZACIÓN EN EL SUR-SURESTE 
Lo cuento como me lo cuenta X, quien vive en la región, y con el soporte de la gruesa documentación que trae consigo y proviene de investigadores y periodistas bien conocidos. La advertencia vale porque éste no es un reportaje y la muerte y los proyectos que transforman países no son cosa de juego.

7 de junio de 1998

Uno lo leyó en su momento: las fuerzas armadas cercan una reunión de campesinos y campesinas convocada por el Ejército Revolucionario Popular Independiente (ERPI), entonces reciente excisión del Ejército Popular Revolucionario (EPR), en El Charco, municipio de Ayutla de los Libres, Guerrero. El resultado: 11 civiles muertos y ventitantos detenidos, entre ellos cinco menores de edad.
Los medios señalan las que les parecen circunstancias extrañas, como que la mayor parte de las muertes se produce, según diversos testimonios, no en el interior de la escuela (la Catirino Maldonado), donde están los cercados, sino en su cancha de basquetbol. O que, al parecer, cinco o seis de los cadáveres presenten un solo, certero balazo.
Las organizaciones civiles advierten otras aparentes inconsistencias del informe militar: no hay una sola baja de la tropa, a pesar de cuatro horas de intercambio de disparos, en las que los civiles tienen la ventaja de dominar el campo desde la Catirino, o que el número de muertos es mayor que el de heridos, invirtiendo la relación que se presenta normalmente. Inconsistencias que podrían ser explicadas por las terribles condiciones del cerco.
En los meses que siguen, tal y cual periódico recoge denuncias de los y las sobrevivientes, de haber sido objeto de un “castigo ejemplar”. Según esto, el ejército habría renunciado a obligar la rendición o la habría aprovechado para dar fin a esos cinco o seis hombres cuya sangre queda en las afueras de la escuela, una vez entregados. A uno, por lo menos, tras obligarlo a hincarse, de acuerdo a las declaraciones de los detenidos.

El Charco
El Charco es una ranchería clásica, con sus trescientos habitantes dispersos. En su caso, entre una serie de elevaciones, en los linderos de la Montaña Baja y la Costa Chica de Guerrero. De allí hasta la cabecera municipal, Ayutla de los Libres (en recuerdo al plan que dio origen a la Reforma de 1857), 35 más o menos tortuosos kilómetros y un pequeño poblado tras otro. La vegetación del que una vez fue un clásico trópico húmedo, da un aire de abundancia, sobre todo en estos meses del verano, tiempo de aguas. Pero el aire de naturaleza pródiga no impide la tenaz miseria de un municipio que está entre los diez más pobres de este empobrecido estado.
Hay que imaginar la noche entre el sábado 7 y el domingo 8, ya que los vecinos se han retirado a sus casas y en la escuela quedan los 38 invitados. O no todos, conforme a la versión de los militares: algunos hacen de vigías. Imposible que no se den cuenta de lo que a lo largo de kilómetros han observado o escuchado las poblaciones cercanas al camino: el avance de una unidad de un Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales (GAFE), de rápida capacidad de reacción, y varios batallones de infantería. Unos mil elementos, en resumen, con transportes, conducidos por un general.
¿Qué volumen de fuego desata un destacamento de estas magnitudes y de qué manera se dosifica durante las cuatro horas en que tardan en rendirse los de la escuela? ¿Por qué toman tanto tiempo los del ERPI y los demás en entregarse?
Preguntas que a uno le traen un posible escenario, un tiempo, que termina a las diez y media de la mañana del domingo, y unos hombres y mujeres, en tenebrosas estampas.

La restructuración del ejército
¿Es el EPR quien ha propiciado que contingentes de tal importancia se muevan por Guerrero en son de guerra? ¿Es el narcotráfico, cuya persecución da como motivo el ejército para explicar su presencia en El Charco?
La periodista Maribel Gutiérrez Moreno documenta el cambio de número y de comportamiento de las tropas en la entidad, ya a principios de 1994. Aprensiones ilegales, cateos e incursiones se prodigaron desde entonces, afirma, como parte de las numerosísimas acciones de lucha social desencadenadas en el país: 40 mil para ése 1998 en que sucede lo de El Charco, conforme a la información reservada que presenta la revista Proceso.
El levantamiento armado en Chiapas parece ser el detonante de un proceso que se preveía en la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC), de acuerdo a las minutas de las reuniones paralelas del Departamento de Defensa de los Estados Unidos y a otra información que proporciona la investigadora Gloria Estévez. Según ésta, casi un año antes de la irrupción del movimiento zapatista, el coronel Stephen J. Wager, miembro del Instituto de Estudios Estratégicos del Colegio de Guerra estadounidense, publicó el libro El ejército mexicano de cara al siglo XXI, en el que sostenía la inevitabilidad del desorden social, producto del propio TLC y de la reforma al ejido y a la propiedad comunal. Para encararlo, las fuerzas armadas de México debían transformarse.
Coincidiendo con la insurrección en Los Altos chiapanecos y con la entrada en vigor del Tratado, en enero de 1994 se establece El programa de desarrollo del Ejército y las Fuerza Aérea Mexicanos.  El programa tiene uno de sus centros en la creación de los boinas verdes del GAFE: equipos de 1,800 efectivos especializados en asalto aéreo, lucha antinarcóticos y contrainsurgencia, para actuar en combinación con otras fuerzas de elite, en particular en los estados de Chiapas, Tabasco, Guerrero, Veracruz y Oaxaca.
En 1999 Rex Applegate, asesor del Pentágono, observa que estos cinco estados concentran una cuarta parte de los elementos “de tierra” del ejército, distribuidos en 11 zonas militares, y que a partir de la restructuración, a los 130 mil efectivos de que disponían, las fuerzas armadas de México han sumando 40 mil más, contando ya con 70 GAFES. Estos grupos especiales se agregan a una brigada de 4 mil elementos de reacción rápida, y el ejército, invadiendo áreas de la secretaría de Marina, pone en marcha los Grupos Anfibios de Fuerzas Nacionales, acantonados especialmente en el sur-sureste.
Entretanto, la estructura de mando experimenta un proceso de descentralización, por el cual los comandantes de las 41 zonas militares tienen autonomía para decidir en términos de logística, entrenamiento y fuerzas especiales.
En 1995, apoyado en documentos confidenciales, Roderic Al Camp, investigador y analista político, advertía la radical transformación por la que estaba pasando la doctrina militar en nuestro país: las tareas de seguridad nacional debían concentrarse en combatir al “enemigo interno”.

Un proyecto de ciencia ficción 
Desde 1994 uno leyó en los medios, una y otra vez, información de este clase, que cuadraba perfectamente con cuanto hacían los gobiernos federales, comprometidos en una desarticulación del Estado que, al decir de una porción de investigadores, con Ernesto Zedillo culmina en la transformación del ejército en una suerte de suprapolicía nacional. Coincidiendo con el libro del asesor norteamericano, de 1993, y con las observaciones de Camp en 1995, las fuerzas armadas abandonarían así su papel histórico como garantes de la soberanía del país, para concentrarse en la lucha contra un inevitable descontento social.
De tanto hablar de ello hemos convertido en un lugar común la existencia del proyecto de los capitales y los organismos multinacionales, cuyos efectos venimos sufriendo en los últimos veinte años: en el grave deterioro del empleo, de los salarios, de la seguridad pública, de la educación, la salud, la cultura, y de nuestra capacidad de defensa ante la arbitrariedad del poder.
Hoy estamos seguros de que el proyecto se profundiza en materia económica y social, con la reforma fiscal propuesta por el ejecutivo, con el avance de la nueva cultura laboral que presumen las acciones de la Secretaría del Trabajo y demás, y se nos advierte de la próxima puesta en marcha de un plan Puebla-Panamá, del cual no se hace público mucho más que el asalto al Istmo de Tehuantepec, a punto de iniciar. Un plan que señala hacia la masiva entrada de grandes capitales, hacia la desaparición de la propiedad ejidal y comunal en el sur-sureste y hacia una especie de recomposición de las fronteras reales, que crearía un virtual país de las proximidades de la ciudad de México al canal panameño.
Un proyecto que se nos aparece como una conspiración urdida en ámbitos de poder cuya realidad se nos escapa y que tiene así la substancia de una ciencia ficción que nos alcanza sin que sepamos cómo.
Si la podemos entender en Chiapas, por la presencia del movimiento zapatista, cuando escuchamos hablar de la militarización del campo en Oaxaca, Guerrero o Veracruz, tenemos la misma sensación aquélla: una avalancha de datos que nos cae encima, avalados por toda clase de buenas fuentes, haciendo referencia a una estrategia global que rebasa nuestro sentido común.

La militarización de la vida cotidiana
Según la documentación de X, El Charco es el caso más grave de discrecionalidad en el estado de Guerrero, en esta nueva etapa de las fuerzas armadas, pero la intervención del ejército en la vida diaria de las comunidades es una constante de 1994 hasta hoy. En los propios pueblos, en los caminos, en las milpas, a campo abierto, los soldados hacen sentir una presencia que, como explica una variedad de manuales militares en uso, tiene deliberados efectos sobre la moral de la población, creando el clima de terror de la guerra de bajo impacto que hace mucho es bien conocida aquí y allá en el mundo. ¿Debemos creerle?
X nos pone enfrente una serie de testimonios. Poco antes de los acontecimientos en El Charco, indígenas mixtecos denunciaron que en camino de Tlapa a sus comunidades, en el municipio de Metlatónoc, un retén militar abrió fuego sobre ellos, sin previo aviso, resultando muerto uno de sus compañeros.
En la noche del 20 de abril del 99, dos mujeres indígenas de San Miguel Tejalpa se preocupan porque, tras horas de haberse marchado, el cuñado de una y el nieto de otra (de 13 años de edad) no regresan de recoger mazorcas. Van a la parcela, descubren un charco de sangre y la proximidad de la tropa, así que echan a correr. Son alcanzadas y violadas, denuncian. Al día siguiente, en un punto más al sur, un campesino muere alcanzado por las balas de los militares, mientras cuida su ganado. El reporte agrega que “porta una escopeta”.
El 2 de mayo siguiente, unos 30 hombres de infantería adscritos al cuartel de Ciudad Altamirano, irrumpen en la comunidad de Pizotla, disparan hacia una casa y quienes están cerca tratan de huir. Un poblador pierde la vida y dos militantes de la Organización de Campesinos Ecologistas de la Sierra de Petatlán son llevados a las instalaciones del 40 batallón, torturados y condenados luego por el ministerio público a seis y diez años de prisión, por supuestos delitos contra la integridad del Estado.

Los casos han sido sometidos a la investigación que exige el estado de derecho que preocupa al país? ¿Son casos aislados, producto de la presencia del EPR, del ERPI y del narcotráfico en estas zonas? ¿No forman parte de las decenas de miles de acciones de lucha social que exhiben los informes confidenciales de los medios de comunicación? ¿Hasta qué punto está militarizado el estado de Guerrero, como dice probar la periodista?



 


¿Y la transición a la plena democracia?


Organizaciones sociales y civiles del estado afirman que los detenidos en la escuela de El Charco fueron torturados, basándose en los testimonios de ellas y ellos, y los seis menores de edad estuvieron probadamente recluidos en una instalación militar.


Para denunciar los hechos se creó un Comité de Viudas y en el municipio fue formándose un Comité Coordinador de Defensa de los Derechos Humanos, en el que participan comunidades eclesiales de base, el frente cívico local, organizaciones no gubernamentales y “una parte” del PRD, partido que gobierna el ayuntamiento.
Dos de sus participantes han muerto en condiciones no bien aclaradas, dicen los documentos de X: en abril del 2000, Agandino Sierra, miembro de las comunidades eclesiales, por impactos de armas largas; en enero del 2001, Donasiano González Lorenzo, líder natural de la zona. Un líder natural mixteco, hay que aclarar, porque hasta aquí llega la región que viene rebotando por la sierra desde Oaxaca, y que tiene una unidad cultural de siglos, hoy negada por la ley indígena, quien la somete a los criterios de dos distintas legislaciones (dentro de una distribución administrativa nacional que se nos hace aparece profundamente enraizada en la historia, pero que fue producto de conflictos entre intereses locales a mediados del siglo XIX).
¿Cómo combina este ambiente con la transición a la plena democracia, y de ese modo con el establecimiento de un real estado de derecho, en la que decimos estar empeñados y que en las elecciones de julio habría dado un gran salto adelante? ¿Y la concreción del plan Puebla-Panamá? ¿No traerá tanto o más descontento social que el que preveía el asesor de Washington con la firma del TLC y las reformas al ejido, y así la creciente necesidad de un ejército como el que adelantaban él y los analistas políticos y que todo indica está cumpliendo su transformación de garante de la soberanía nacional en una suerte de suprapolicía?
La sociedad no puede permanecer pasiva ante informes como los que llegan del municipio de Ayutla de los Libres, porque advierten de un proceso que va justo en sentido contrario al que ella decidió en las urnas. Los recursos están a la mano, en ese país que decimos estar construyendo. El primero, el acceso a la información, que obliga a que tengamos conocimiento amplio y detallado de lo que sucedió en El Charco, de las muertes de los dos integrantes del Comité Coordinador de Derechos Humanos municipal y de la militarización de la zona, denunciada por la prensa y por organizaciones civiles.
En torno a la aprobación de la ley indígena que echó atrás la iniciativa de la Cocopa y los Acuerdos de San Andrés, se hicieron numerosos pronunciamientos por la unidad y la soberanía nacionales. En nombre de ellas, que son algunas de las muchas tareas inconclusas en el México del 2001, deberíamos hacer nuestro el caso de Ayutla, para empezar a hacer nuestra la situación del campo del sur-sureste en general y, finalmente, la del país en su totalidad.
Así dice uno, muy juicioso, sintiendo el temblorcillo por una realidad brutal que quién sabe cuánto se urde en ámbitos que se nos sustraen, que no podemos imaginar, que parecen señalar que, siquiera en parte, el destino nos alcanzó ya.


¿Los casos han sido sometidos a la investigación que exige el estado de derecho que preocupa al país? ¿Son casos aislados, producto de la presencia del EPR, del ERPI y del narcotráfico en estas zonas? ¿No forman parte de las decenas de miles de acciones de lucha social que exhiben los informes confidenciales de los medios de comunicación? ¿Hasta qué punto está militarizado el estado de Guerrero, como dice probar la periodista?


 


¿Y la transición a la plena democracia?


Organizaciones sociales y civiles del estado afirman que los detenidos en la escuela de El Charco fueron torturados, basándose en los testimonios de ellas y ellos, y los seis menores de edad estuvieron probadamente recluidos en una instalación militar.

Para denunciar los hechos se creó un Comité de Viudas y en el municipio fue formándose un Comité Coordinador de Defensa de los Derechos Humanos, en el que participan comunidades eclesiales de base, el frente cívico local, organizaciones no gubernamentales y “una parte” del PRD, partido que gobierna el ayuntamiento.
Dos de sus participantes han muerto en condiciones no bien aclaradas, dicen los documentos de X: en abril del 2000, Agandino Sierra, miembro de las comunidades eclesiales, por impactos de armas largas; en enero del 2001, Donasiano González Lorenzo, líder natural de la zona. Un líder natural mixteco, hay que aclarar, porque hasta aquí llega la región que viene rebotando por la sierra desde Oaxaca, y que tiene una unidad cultural de siglos, hoy negada por la ley indígena, quien la somete a los criterios de dos distintas legislaciones (dentro de una distribución administrativa nacional que se nos hace aparece profundamente enraizada en la historia, pero que fue producto de conflictos entre intereses locales a mediados del siglo XIX).
¿Cómo combina este ambiente con la transición a la plena democracia, y de ese modo con el establecimiento de un real estado de derecho, en la que decimos estar empeñados y que en las elecciones de julio habría dado un gran salto adelante? ¿Y la concreción del plan Puebla-Panamá? ¿No traerá tanto o más descontento social que el que preveía el asesor de Washington con la firma del TLC y las reformas al ejido, y así la creciente necesidad de un ejército como el que adelantaban él y los analistas políticos y que todo indica está cumpliendo su transformación de garante de la soberanía nacional en una suerte de suprapolicía?
La sociedad no puede permanecer pasiva ante informes como los que llegan del municipio de Ayutla de los Libres, porque advierten de un proceso que va justo en sentido contrario al que ella decidió en las urnas. Los recursos están a la mano, en ese país que decimos estar construyendo. El primero, el acceso a la información, que obliga a que tengamos conocimiento amplio y detallado de lo que sucedió en El Charco, de las muertes de los dos integrantes del Comité Coordinador de Derechos Humanos municipal y de la militarización de la zona, denunciada por la prensa y por organizaciones civiles.
En torno a la aprobación de la ley indígena que echó atrás la iniciativa de la Cocopa y los Acuerdos de San Andrés, se hicieron numerosos pronunciamientos por la unidad y la soberanía nacionales. En nombre de ellas, que son algunas de las muchas tareas inconclusas en el México del 2001, deberíamos hacer nuestro el caso de Ayutla, para empezar a hacer nuestra la situación del campo del sur-sureste en general y, finalmente, la del país en su totalidad.
Así dice uno, muy juicioso, sintiendo el temblorcillo por una realidad brutal que quién sabe cuánto se urde en ámbitos que se nos sustraen, que no podemos imaginar, que parecen señalar que, siquiera en parte, el destino nos alcanzó ya.
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