Como todo cuarto poder en el mundo, el nuestro da
por descontada la selección de hechos y fuentes y no tiene remilgos en
apelar a la contundencia del calificativo o la referencia, de modo que el
cadáver es del “célebre cabecilla”, “el Atila del Sur” y, en el súbito giro del
lenguaje de los carrancistas, el despreciado “irreductible rebelde” que reta a
la representación de la virtud: “las fuerzas leales”.
Luego los periódicos procuran hablar del campo lo menos posible y siempre y
cuando valide al nuevo régimen o sirva de ejemplo de caos o atraso. Es
cierto que, sino desaparecen al resistir o despistarse en el juego (El Pueblo,
El Demócrata...), se hacen parte del aparato corporativo. Sin embargo, como
cualquier sector, tienen un margen de maniobra que usan para obviar el
agrarismo de los primeros tiempos y conspirar con otros para salir del
atolladero del reparto y la colectivización cardenista.
En su segunda cara, como creadores o promotores de imaginarios, encontrando
un lugar propio en el nacionalismo que alienta el Estado y en la reinvención a
la cual proceden el cine y la radio, convierten al campo en desdicha o folclore
y plácido recreo de sensibilidades. Pero, sobre todo, también aquí, en
ausencia.
Hay lugar en ellos, sí, para las chinas poblanas, los fandangos jarochos de
pastelería y las calandrias, zenzontles y jilgueros repartidos para el retozo
de la proverbial ternura mexicana, de la canción y las películas rancheras. Y
no mucho más.
Sus caricaturas, sus reportajes fotográficos, sus ilustraciones, sus
historietas, evitan contagiarse de las obsesiones campesinistas que andan en
otros lados (en la literatura, el muralismo o la mirada de Gabriel
Figueroa).
IV
Frente a ese México grande que rehusa, la prensa acompaña a los gobiernos
posrevolucionarios en la animación de un brutal crecimiento de las capitales,
de sus industrias y servicios y de sus retículas y sus ámbitos visibles y a la
mano de la autoridad, como condición necesaria del orden y el desarrollo.
Y con ello, a la absoluta preminencia de la capital de capitales, con
su arrebatador poder político y económico, capaz de extraer del campo tanto
brazos como requiera, empequeñeciéndolo, debilitándolo, reduciendo su
comparativa importancia.
Hasta el cardenismo, los periódicos rezan para que el mundo rural
transcurra en silencio, porque sigue constituyendo más del 80 por ciento de la
población “nacional”, con su antigua, profunda dispersión. Todavía entonces,
México se desgrana en unas 80 mil localidades, con un promedio de 225
habitantes, de las cuales 48 mil no alcanzan las cien almas. Un país de sombras para
el México que habla a través de diarios y revistas.
Para los años cuarenta, éstos pueden empezar ya la celebración de una
descomunal macrocefalia, diría Puros
Cuentos, que es uno de los contados trabajos que revisa a la prensa
posrevolucionaria, siquiera al paso. Este afán por el gigantismo, lo hemos
visto todos, obliga al campo que compulsivamente lo alimenta, a un salto mortal
que descalifica sus formas de vida. En las ciudades, sus concepciones del
mundo, del hombre y la mujer, del tiempo y el espacio, son aberraciones que la
prensa, satisfecha con la venganza, denuncia, para obligar a dejarlas atrás a
quienes de una buena vez pasan al inventario de sus notas transformados en
ubicables albañiles y sirvientas, jardineros y peones de patio, señoras de los
tamales en la esquina y prostitutas.
No es entonces la mera herencia, la mera falta de infraestructura, el mero
empuje de la industria, el comercio y el transporte, o la llana, rapiñosa
improvisación, quien determina que todo se instale y todo cruce por la ciudad
de México. Si, como alguien ha dicho, no hay revolución que se estime si no
resulta en una extraordinaria concentración del poder, entre nosotros el meollo
es el monstruo urbano.
Para la prensa, el círculo contra el campo se cierra al cumplir el viejo
anhelo de sacralizar a la palabra escrita
como fuente de toda forma de cultura, de modo que la tradición oral que ha sido
el mayor instrumento para repensar, recrear y memorizar la vida de estas
tierras y de su enorme variedad de naturalezas, hablas y costumbres, se declara
simple, vil analfabetismo. O salvajismo puro, para el México que no es de
lengua española.
V
Los ejércitos campesinos
son el supremo ejemplo del pueblo que con la revolución, dice Monsivaís, “se
precipita, irrumpe, desgarra, va creciendo y va siendo”, en una “mezcla
orgánica” en que por única vez las mayorías y la intimidad de los días se
exhiben, estallan y se propone distintas.
Con el fin de la lucha
armada, al devolver al traspatio a este México que se precipita, para la prensa
la vida cotidiana empieza a desaparecer suplida por las tres o cuatro docenas
de páginas en que está cuanto debe estar. Sólo la mujer, a quien la revolución
le permitió profanar su “destino de invisibilidad”, sufre tanto como el campo y
ese último espectro suyo que son los pueblos indios, el arrumbamiento del
entramado diario de la familia, del trabajo, del pueblo o del barrio, que está
en la base de la sociedad.
Los periódicos se
desviven por cantar al aeroplano, al automóvil, a las telecomunicaciones, al
cinematógrafo (¡Todo lo vencen ya los
corceles del aire!, Otro asombroso invento, Posiblemente aun supere a la
realidad, al ser proyectados...), y arrogándose el monopolio del eco del
mundo exterior, gasta mucha más tinta en las nuevas sobre el último Ford o la
telegrafía inalámbrica, sobre París o Nueva York, que en lo que sucede más allá
de las orillas dilatadas sin pausa de una capital que, gracias a Dios, “no es
ya, ni con mucho, el tranquilo pueblo grande”.
Si Culiacán, la ciudad de
Oaxaca o León, son noticia una vez al mes, si acaso y a condición de que
permitan el regodeo en el infortunio o en el revolucionario aplauso, los
municipios existen sólo con motivo de una carnicería o un “desastre nacional”.
El campo, con cuanto lleve
dentro, es así quien mejor sirve a la pauta con que los jefes de redacción
filtran a los aspirantes a periodistas y los educan, de modo de entender que la
realidad no es lo que entra por los sentidos, sino la que dicta el supremo
mandato: la supervivencia del país y de uno, responsabilidad de los nuevos padrecitos,
luego genios de la política, de los cuales es patrimonio la Revolución en que
todo se sustenta para que nunca más vuelva a suceder.
La esquizofrenia que da pie
a cabecear el 2 de octubre de 1968, Terroristas
y soldados sostuvieron rudo combate, y que desde los veinte anda en
modélicas familias de tiras cómicas venidas del otro lado de la frontera,
etcétera, es tanto más profunda cuanto más sus alucinaciones se materializan y
en torno suyo crece una urbe monumental que promete, en serio promete, ser la
más grande del mundo.
Si sirve de referencia la
selección de temas del CD conmemorativo de un gran diario, alguna vez, parece
confiar la prensa, será más provechoso buscar la palabra campo en la sección
deportiva (cancha de fut o de beis) o de bienes raíces (fraccionamientos que
llevan la modernidad tan lejos como se quiera), que en las páginas de
información general, y el indio se volverá un término reservado a los
reportajes sobre arqueología o a las notas, justo como en los ensueños de
Colón, referidas a los cientos de millones que sufren en la península del sur
de Asia.
En el saco van, por
supuesto, los pueblos del valle de México, cuyos esfuerzos en detener el avance
de la mancha urbana, la prensa silencia o acusa, sin deseo alguno de sospechar
siquiera que gracias a ellos se garantiza el oxígeno y el 60 por ciento del
agua que en el año dos mil demandarán 20 millones de apretujados hombres y
mujeres, representación del completo éxito del proyecto nacional que termina
por triunfar en los cuarenta, y de décadas de políticas editoriales.