jueves, 30 de marzo de 2017

Trozos

No sé qué recomendarles leer sobre la historia del país, si hay algo valioso. 
Viajé por el pasado, les dije, necesitándolo, y encontré así una forma de comer. Buscaba raíces, las tuve y coincidí con quien escribió, palabras más o menos, mi patria es de trozos y no coincide con el México total
“...no hay ni ha podido haber eso que llaman espíritu nacional, porque no hay nación”(1), escribía adolorido un hombre muy inteligente, reflejando la aguda conciencia de los pensadores y políticos contemporáneos, tras la invasión estadounidenses -1846-48, ¿recuerdan?
Cien años luego sus descendientes continuarán la creación de lo que conviene a ellos. En 1959 hubo una campaña más para alfabetizar sobre todo a esos campesinos traslados por millones a las ciudades, cuya presencia me formaría. Sus instructores eran dotados de un glosario de términos que se pensaría conocidos universalmente en los dos millones de kilómetros cuadrados.
Poco después las organizaciones populares confrontaban al régimen y construían una inédita relación entre ciudades, campos, regiones. Los historiadores escribirían estupidez y media sobre huelgas, tomas de tierras y predios urbanos, que yo vivía. Ni mención en sus trabajos de cómo las luchas integraban desde abajo al país pluriétnico y pluricultural negado institucionalmente.
No intento interpretar y tomo de aquí y allá al capricho.  "A Dios lo que es Dios y" a mí lo mío: hay historiadores académicos y quienes investigamos a nuestra manera urgidos de encontrar respuestas para la supervivencia y la transformación, les prevengo, S y E. 
-Por fortuna no tengo antecesores mexicanos -dije hace tiempo a un amigo. 
-Cómo -respondió sorprendido.
-Nací entre las clases medias y el mestizaje, que cargan complejos seculares. Los detesto.
En la primera mitad del siglo XX "nuestros" filósofos se debatían persiguiendo el alma mexicana. Descubrían cosas muy interesantes y fracasaban en su objetivo. 
Aquélla campaña alfabetizadora acompañó al primer libro de texto gratuito, cuya portada representaba todo un reto pues debía reflejar a la mexicanidad. 
-Simbolicémosla en una mujer patria -decidió el gobierno. 
-¿Con qué rasgos? Porque puede tener cien. Y de paso, ¿el lugar donde está, en el norte, el sur, esta costa o la otra? 
Sin duda jamás consideraron siquiera el Sur, geografía profunda del cual les hablo en Desde la azotea y que culmina ese cuaderno, nietos. Hoy lo exploro en persona, sin comprenderlo como debiera, y al perseguirlo en los libros quedo expuesto a visiones por fuerza arbitrarias. La academia se desentiende de él, objeto deleznable a sus ojos. 
(¿DEBE IR AQUÍ "DEBATE ENTRE AMIGOS"?) 
Así que sigo con trozos, pasando a la costa contraria de esa que andamos hasta ahora, cuando faltan unos años para que Estados Unidos invadan el país.   
Una flota suya se aposta amenazadoramente frente al gran puerto veracruzano. Mirándola desde un balcón José María B., durante las últimas dos décadas con altos cargos públicos, incluidos cinco ministerios de relaciones exteriores, conoce detalladamente los motivos. 
Aunque el hombre abandonó la vida política, escribe unas memorias sobre la historia del México independiente y permanece atento al desarrollo del problema. Absorto en reflexiones, no hace caso de los extranjeros que pasean las calles para dar con la noche un respiro a la opresión de la tórrida ciudad. Son ingleses, franceses, alemanes, en la riada que durante el siglo ha hecho costumbre asomarse al exotismo de los países más allá de la Europa centrooccidental, para estudiarlos, inventariar sus riquezas o procurarles aventura. 
Los viajeros comprueban que no llegan a siete mil los habitantes del puerto, debido, se afirma universalmente, al insalubre clima en el cual encontraron un hogar a modo las fiebres del Viejo Mundo. No discuten el abolengo de la plaza, que sin embargo varía de acuerdo a sus miradas. En las de unos las filas “de nobles edificios” de la plaza principal y las viviendas “por lo general extraordinariamente bien adaptadas” al trópico húmedo, entre rectas calles “bien pavimentadas” hacen un armonioso conjunto de “techos planos”, “toldos parcialmente teñidos de color” y un “despliegue de flores y mujeres en los balcones”, justo escenario para el célebre carácter de los porteños, desparpajado y musical. En contraste, según otros el lugar ofrece un “aspecto de melancolía y desolación”. 
Tras pasearse por allí en general los visitantes copian la ruta de Hernán Cortés, siguiendo el camino a la capital de la república. Transitan así por un corredor mestizo cuyas espaldas se vuelven al Veracruz grande, rural e indígena, deteniéndose machaconamente en Xalapa, joya regional –tan “trozo caído del cielo como Nápoles para los italianos”- y en lPerote con su triste vocación de punto de paso.
Alguno, sin embargo, explora el norte por caseríos totonacas semiextraviados entre vastas, ricas propiedades nacionales y extranjeras, hasta topar con Papantla, “la aldea india [que] apenas si tiene un habitante blanco, de exceptuar al cura y unos cuantos comerciantes”, sin decidirse a avanzar las dos leguas por las cuales se sube a la Huasteca. Si se atreviera hallaría una población indígena relativamente vasta, de lengua perteneciente al tronco maya y por ello rodeada de cierto misterio.
Un segundo viajero penetra el centro del estado hacia el Pico de Orizaba, yendo un asentamiento tras otro de pueblos originarios, y certifica la variedad de costumbres y hablas. Y muy arriba, donde la presencia humana debiera agotarse casi por entero, halla un poblado, San Juan, sólo un poco menos denso que él magno puerto veracruzano. 
Un tercero busca hacia el sur por encima de las costas mulatas, viendo caseríos dispersos, una buena cantidad de ellos popolucas o tenidos por tal, y otros de orígenes étnicos diversos que volvieron suyo el nahuatl, la lengua del imperio mexica cuyo avance propició la Colonia. 
En buena cantidad de casos los modernos exploradores no pueden hacerse entender en absoluto, por mucho que dominen el castellano, y en los demás conversan con la pequeña porción de hombres, y sólo excepcionalmente mujeres, que conocen de aquél sólo lo indispensable para el trato comercial con el exterior en moneda, cuando lo hay, y para la defensa de los títulos en los cuales las autoridades novohispanas reconocieron su derecho a tierras, aguas y bosques. 
Y es que a trescientos años de la conquista material y espiritual, de los cerca de 475 mil habitantes registrados en la entidad unos 375 mil se clasifican como indios. El promedio “nacional” de indígenas es menor, sesenta por ciento, y según todo indica más de la mitad de él no entiende el español y tal vez otro veinticinco o treinta por ciento experimenta el dispar, complejo proceso de decidir cuánto toman de este idioma oficial de la república para las esferas de la vida pública, reservando las privadas, las religiosas y de la administración tradicional a una de su centenar y medio de lenguas y dialectos.
A los tres paseantes aquéllos que no se conforman con el camino trillado, les lleva quince, veinte o más días recorrer treinta o cuarenta kilómetros a lomo de animal y a pie. Por el contrario, quienes cubren en diligencia los trescientos del puerto a la ciudad de México, a buen paso gastan una semana, a pesar de las escabrosas serranías entremedio.
La tierra se allana de la capital hacia el norte y de seguir al Bajío estarían allí en un santiamén, digamos. Si lo hicieran rumbo a Texas tardarían unos cuarenta días, y rumbo a Oaxaca sus ojos los engañarían tanto o más que en Veracruz, pues el camino corre apartado de las estribaciones y huecos serranos a los cuales se remontaron sus comunidades tras la Conquista.
Así de desiguales son las comunicaciones en un país donde las carreteras propiamente dichas no rebasan una docena y siete millones de habitantes se extravían entre cuatro millones de kilómetros cuadrados muy disparejamente ocupados también, si la mitad concentra el noventa por ciento de sus pobladores. 
A los grandes propietarios yucatecos la histórica lejanía física y de costumbres a la capital del país, les hace desear convertirse en una república aparte, como en este diciembre en que inician dos años de intentonas separatistas, y a los chiapanecos les convendría mejor ir comprar a Filipinas que a la ciudad de México. ¿Cuánto saben sobre el problema con Texas y los Estados Unidos no ya los mestizos de sus centros urbanos, sino los mayas de ambos estados? ¿Y los popolucas, huastecos, totonacas, nahuas, veracruzanos, o los mixes, triquis, huaves, mixtecos y demás, oxaqueños? ¿Escucharon siquiera nombrar a Nuevo México o California? 
Nada de ello registrará en sus memorias José María B., pues lo da por entendido así no lo comprenda, y porque su única preocupación es el azaroso, arduo proceso político en que una república improvisada trata de salir adelante.
¿Cuál Suave o agria Patria, pues, entonces y ochenta años luego, cuando se escriba el poema?

La de hermosas contradicciones
El surgimiento de la figura Guadalupana se convierte en el “modelo más generalizado” de una tradición de apariciones en las cuales los pueblos “depositarán sus anhelos de identidad, autoafirmación y justicia”, afirma un historiador. 
Ella inaugura una serie de expresiones de la Virgen, que sustenta la decisión de las comunidades a exigir un lugar en el mundo. Entre 1709 y 1712, por ejemplo, se prodigan en los mismos Altos de Chiapas desde los cuales a fines del siglo XX hablarán “los que no tienen voz”. La que en Zinacantán despide rayos luminosos dentro de un palo, la Santa Marta que aparece en una milpa en Chenlho, la que se muestra a María de la Candelaria en Cancuc, ordenan construir santuarios y obran milagros (tallas que sudan, lloran o se iluminan), “para ayudar a los indios”, protegiéndolos con la confabulación de fuerzas sobrenaturales (terremotos, cielos y ríos que se precipitan), a fin de que se sacudan los tributos, al Rey, al clero, a los españoles todos y a Dios mismo si es preciso, y creen una nueva Iglesia y un nuevo reino.
Desatendida “la de hermosas contradicciones adornada”, que diría Sor Juana; desatando la violencia de obispos y magistrados, el supra y el inframundo del cual para los indígenas la Virgen es ama, se agitan y a lo largo del siglo hacen erupción en Yucatán, en las estribaciones del Popocatepetl, en los pueblos de Tulancingo, hinchando el alma de los escogidos (un anciano, un joven labrador, un pastor), dotándolos de habilidades para destruir murallas o balas de cañón y ungiéndolos como reyes o mesías, a fin de que encabecen movimientos para revertir el cataclismo y el pasado vuelva.
Estos movimientos legan al de Hidalgo sus hombres y mujeres, sus secretos y su gran símbolo: esa Virgen morena que encabeza a los sublevados en 1810.
Si volvemos ahora al Sur unos años antes de que Vicente Guerrero nos guíe, es fácil imaginar a las comunidades indígenas insurreccionándose con el grito del cura, para regresar casi enseguida dejando la escena a Morelos y los suyos, que no son ellas, conforme asegura A y no P y otros amigos, ya vimos.
Hice una pequeña trampa, nietos, a fin de acercarnos a las rebeliones mesiánicas aquéllas en Zinacantán, Chenlho, Cancuc, donde para 1994 toman las armas esos que no tienen voz.
No cuento la historia mexicana. Se trata de algo distinto: nuestra Red de agujeros
-¿Verdad, Felícitas? -pregunto al entrañable personaje que en Desde la azotea me abrió los ojos.
También lo hizo mi compadre Agustín, quien nos acompaña aquí.