La Señora de México es santificada por los criollos a partir del trabajo de un predicador y teólogo que recoge las averiguaciones hechas en los años 1530 por los primeros evangelizadores, sobre la revelación de la Virgen a Juan Diego.
Este gran culto que funda la conciencia criolla de patria tiene su origen, pues, en una devoción creada por los indígenas a lo largo de cien años, tal y como temía aquélla temprana generación de misioneros, quien encontraba en las manifestaciones de 1531 “una de las cosas más perniciosas para la buena cristiandad de los naturales”, viendo en ella la regeneración del espíritu religioso pagano, en tanto claro “riesgo de confusión entre la figura mítica de Tonantzin –diosa madre mexica- y la Virgen”, que “debía ser evitado a toda costa.”
Para los pueblos la irrupción de la figura guadalupana se convierte en el modelo más generalizado de una tradición de apariciones en las cuales depositarán sus anhelos de identidad, autoafirmación y justicia”. Y en este “mecanismo de apropiación de los símbolos del conquistador”, lo que va es la “revitalización de las pulsiones religiosas indígenas más profundas”, impregnada de “cultos a la naturaleza, númenes, naguales y dioses” precortesianos, envueltos en “profecías mesiánicas y apocalípticas”.
Ella inaugura una serie de expresiones de la Virgen que sustentan la decisión de las comunidades a exigir un lugar en el mundo. Entre 1709 y 1712, por ejemplo, se prodigan en los Altos de Chiapas. La que en Zinacantán despide rayos luminosos dentro de un palo, la Santa Marta aparecida en una milpa en Chenlho, la que se muestra a María de la Candelaria en Cancuc, ordenan construir santuarios y obran milagros -tallas que sudan, lloran o se iluminan-, “para ayudar a los indios” protegiéndolos con la confabulación de fuerzas sobrenaturales -terremotos, cielos y ríos que se precipitan-, a fin de sacudirse los tributos, al Rey, al clero, a los españoles todos y a Dios mismo si es preciso, y crear una nueva Iglesia y un nuevo reino.
Desatendida la Virgen, desatando la violencia de obispos y magistrados, el supra y el inframundo del cual para los pueblos originarios es ama, se agitan y con los años hacen erupción en Yucatán, en las estribaciones del Popocatepetl, en los pueblos de Tulancingo, donde ella hincha el alma de los escogidos -un anciano, un joven labrador, un pastor- dotándolos de habilidades para destruir murallas o balas de cañón y ungiéndolos como reyes o profetas, de modo de que encabecen movimientos para revertir el cataclismo y que el pasado vuelva.
Estos movimientos de la segunda mitad de los años mil setecientos parecieran presagiar el fin de la Corona española, que empezará a ser realidad con la insurrección de Hidalgo, a la cual entregan sus hombres y mujeres, sus secretos y su gran símbolo: Ella, quien los guía y sostiene durante tres siglos en la forma de su primera develación, de piel quemada y con el nombre de Guadalupe. Ella, esa Virgen del estandarte que va a la cabeza de los sublevados de 1810, cuyas hermosas contradicciones cantadas por Sor Juana llegan a tanto que puede ser a un tiempo india y criolla... hasta aquí, cuando poderes y clases dominantes del virreinato la suplen por la de los Remedios que acompañó a don Hernán y los suyos pidiendo apoyo a San Miguel Arcángel y otras divinas figuras muy serviciales desde las Cruzadas al cristianismo latino todo -pasado el peligro volverán a la Morenita para sacarle provecho hasta el siglo XXI, siquiera cuanto le permite ese México Profundo.