“Apenas hay paisaje virgen en México –dice un antropólogo-.
Siempre se encuentran los rastros del quehacer humano, de su antiguo transitar
por estas tierras. En todas partes, una vegetación largamente transformada por
la mano y la inteligencia del hombre, un paisaje muchas veces inventado. Aquí,
toda la geografía tiene nombre. Y lo que tiene nombre, tiene significado.” Un México Profundo, como él lo llama, que es el
substrato del país y está por donde se mire. Está en las prácticas
agrícolas con su sistema de asociación de cultivos, de terrazas y chinampas. En
la alimentación sustentada en los numerosos tipos de maíces, frijoles, chiles,
jitomates o calabazas. En una estupenda colección de frutas y en las
verdolagadas, huauzontles o cualquiera de la larga serie de plantas
silvestres que complementan la dieta de las más pobres a las más altas casas; en
la medicina, que sigue apelando a la herbolaria que asombró a los
europeos. En la artesanía y la arquitectura religiosa y muchas cosas más,
empezando por los hombres, quienes en el país de 1847 siguen siendo en sus tres
quintas partes indígenas reconocidos por la lengua y la forma de tenencia
de sus propiedades, y en casi la totalidad del resto, mestizos marcados
profundamente por la herencia de los pueblos originarios. Las abundantes rebeliones campesinas de la época
son manifestaciones de este México, con las cuales los pueblos se afirman en
una identidad reconstruida después de la conquista. Una identidad imposible,
podría pensarse, después del Apocalipsis que significó la llegada de los
españoles.“Esta es la cara del Katún, del Trece Ahau: se
quebrará el rostro del sol. Caerá rompiéndose sobre los dioses de ahora”, dice
el Chilam Balam de los mayas. “¡Castrar al sol!, esto es lo que han venido a
hacer los extranjeros”, advierte un poema mexica, y otro: “¡Déjennos pues ya
morir, déjennos ya perecer, puesto que ya nuestros dioses han muerto!”
Un
historiador se asoma al significado de esta caída de los dioses que desquicia
el orden universal. El tiempo se vuelve loco, en palabras del propio libro de
los mayas, y se produce un “cataclismo total”. De arriba abajo el mundo de los
pueblos de Mesoamérica estalla, comenzando por su sistema calendárico que al destruirse
contribuye quizá como ninguna otra cosa a acentuar “en los vencidos la
sensación de orfandad”, de orfandad absoluta. Porque en él se “articulaba el
tiempo con el espacio, y a ambos con el acontecer terreno, con la vida y el
destino de los hombres”, cuyos actos, uno a uno, así “los relacionaba con el
equilibrio cósmico y con las fuerzas divinas que los gobernaban”. Los indios,
arrojados “a un espacio y un tiempo sin sustento”, perdían pues “el hilo de
fuerza que hasta entonces conectaba el pasado en el presente y proyectaba a su
vez el presente en el futuro”.
Así de
total, de sin retorno, era el fin de un complejo universo construido durante miles de años. Sin embargo, asegura el historiador, desde muy temprano los
mesoamericanos intentaron rehacer un discurso histórico que ahora
necesariamente tenía en su centro el arribo de los españoles. Eso era, a final
de cuentas, el Chilam Balam mantenido en secreto hasta este siglo XIX: un
esfuerzo por preservar y transmitir el pasado, que otros imitaron con “sistemas
ocultos, subterráneos, a menudo disfrazados por ropajes cristianos, o
herméticamente encerrados en el idioma y las prácticas secretas de pueblos
reacios al contacto con los europeos”.
Fragmentándose y recomponiéndose entre nuevos
pequeños cataclismos, las comunidades se recontaron en una “mezcla de
tradiciones indígenas y españolas que sin tener la coherencia de los antiguos
anales históricos, era un vehículo poderoso para mantener la coherencia de los
pueblos”. Una de ellas, según varios estudiosos, pareciera servir como
el único gran elemento de cohesión para los habitantes del México de 1847. Un siglo tras la conquista, cuando la
población indígena llega a su punto más bajo, los descendientes de Cortés
se deciden a darse un sentido de pertenencia. Debe ser un sentido de
pertenencia que no dependa de deudas con España, y así, reinventándola,
hacen suya la antigüedad mesoamericana o más bien propiamente azteca y buscan
señales de la presencia del Señor en estas tierras o de su designio sobre
ellas, anteriores a la llegada de don Hernán. Como la factible venida de Santo
Tomas en la forma de un recompuesto Quetzatcoatl. Nada en este propósito se acerca al culto a la virgen de Guadalupe, a la
cual sor Juana Inés de la Cruz parecerá entender de una conmovedora manera:
"De hermosas contradicciones
sube hoy la Reina adornada:
muy vestida para pobre,
para desnuda, muy franca...
Del Cielo y tierra extranjera,
en ambas partes la extrañan:
muy mujer para Divina,
muy celestial para humana..."
La Señora de México es santificada por los criollos a partir del trabajo
de un predicador y teólogo que recoge las averiguaciones hechas en los años
1530 por los primeros evangelizadores, sobre la revelación de la Virgen a Juan
Diego.
Este gran culto que funda la conciencia criolla de
patria tiene su origen, pues, en una devoción creada por los indígenas a lo largo de cien años, tal y como temía
aquélla temprana generación de misioneros, quien encontraba en las
manifestaciones de 1531 “una de las cosas más perniciosas para la buena
cristiandad de los naturales”, viendo en ella la regeneración del espíritu
religioso pagano, en tanto claro “riesgo de confusión entre la figura mítica de
Tonantzin –diosa madre mexica- y la Virgen”, que “debía ser evitado a toda
costa.”
Para los pueblos la irrupción de la figura guadalupana
se convierte en el modelo más generalizado de una tradición de apariciones en las cuales depositarán sus anhelos de identidad, autoafirmación y justicia”. Y
en este “mecanismo de apropiación de los símbolos del conquistador”, lo que va
es la “revitalización de las pulsiones religiosas indígenas más profundas”,
impregnada de “cultos a la naturaleza, númenes, naguales y dioses”
precortesianos, envueltos en “profecías mesiánicas y apocalípticas”.
Ella inaugura una serie de expresiones de la Virgen
que sustentan la decisión de las comunidades a exigir un lugar en el mundo.
Entre 1709 y 1712, por ejemplo, se prodigan en los Altos de Chiapas. La que en
Zinacantán despide rayos luminosos dentro de un palo, la Santa Marta aparecida
en una milpa en Chenlho, la que se muestra a María de la Candelaria en Cancuc,
ordenan construir santuarios y obran milagros -tallas que sudan, lloran o se
iluminan-, “para ayudar a los indios” protegiéndolos con la confabulación de
fuerzas sobrenaturales -terremotos, cielos y ríos que se precipitan-, a fin de
sacudirse los tributos, al Rey, al clero, a los españoles todos y a Dios mismo
si es preciso, y crear una nueva Iglesia y un nuevo reino.
Desatendida la Virgen, desatando la violencia de
obispos y magistrados, el supra y el inframundo del cual para los pueblos
originarios es ama, se agitan y con los años hacen erupción en Yucatán, en las
estribaciones del Popocatepetl, en los pueblos de Tulancingo, donde ella hincha
el alma de los escogidos -un anciano, un joven labrador, un pastor- dotándolos
de habilidades para destruir murallas o balas de cañón y ungiéndolos como reyes
o profetas, de modo de que encabecen movimientos para revertir el cataclismo y
que el pasado vuelva.
Estos movimientos de la segunda mitad de los años mil setecientos
parecieran presagiar el fin de la Corona española, que empezará a ser realidad
con la insurrección de Hidalgo, a la cual entregan sus hombres y mujeres, sus
secretos y su gran símbolo: Ella, quien los guía y sostiene durante tres
siglos en la forma de su primera develación, de piel quemada y con el nombre
de Guadalupe. Ella, esa Virgen del estandarte que va a la cabeza de los sublevados
de 1810, cuyas hermosas contradicciones cantadas por Sor Juana llegan a tanto
que puede ser a un tiempo india y criolla... hasta aquí, cuando poderes y clases dominantes del virreinato la suplen por la de los Remedios que acompañó a don Hernán y los suyos pidiendo apoyo a San Miguel Arcángel y otras divinas figuras muy serviciales desde las Cruzadas al cristianismo latino todo -pasado el peligro volverán a la Morenita para sacarle provecho hasta el siglo XXI, siquiera cuanto le permite ese México Profundo.