viernes, 18 de enero de 2019

Huipiles y chacachacas



En la posrevolución la prensa termina por hacerse el primer, gran medio masivo. Ya no es sólo ni siquiera preferentemente “información”, y se instala en la intimidad de la familia dictándole proyectos y conductas.
Para cada quien hay una o más secciones y suplementos: para Ella, “la que todo se merece” a condición de permanecer en la sombra; para los chiquilines que han de aprender a seguir a pies juntillas los consejos de sus infalibles padres; para las dualidades vírgenes-prostitutas en ciernes, que son las jovencitas; para los muchachos que se prepararan a usufructuarlas, y para el multifacético Él, iniciado en todos los misterios -la política, la noche, la tecnología-, quien así confirma su reinado.

En los 1930 a la prensa se suma la feria de insinuaciones al oído en plena sala, de esa especie de alegre pariente experto en aventuras del aparato de radio. De modo que cuando la televisión llegue, el hogar llevará décadas atravesado por el mundo exterior, hacia el cual escapa o con quien construye armarios y ventanas invisibles.

A la reinvención no le falta sino el otro culto a la modernidad de la “nueva ciencia para una vida mejor”, la electrónica. Gracias a ella, empujada por el prodigioso despliegue de nuestra industria y por las innovaciones de la Segunda Guerra Mundial, en los 1940 para las crecientes clases medias y para las familias obreras privilegiadas la vida se hace una contradictoria búsqueda de confort y apariencias.

Algunas novedades no tienen sino virtudes, como el refrigerador, que al principio en el Distrito Federal estaba a la mano apenas de las antiguas colonias porfirianas de buen gusto, de las revolucionarias Chapultepec Heights, mexicanamente confirmadas como Las Lomas, o de las menos sofisticadas pero también boyantes Del Valle o Hipódromo Condesa. Ahora con prisas la oferta se abarata y diversifica. La excepción de la estufa de gas, que en una carrera que comienza sin ventajas en un santiamén desaparece del mercado a las de la General Eletric y demás, es también puro alivio.

Otras maravillas resultan, digamos, de doble filo. Es el caso de la lavadora y la plancha “automática”, convertidas en una necesidad por las exigencias que hacen del par de mudas de antes media docena de atildados uniformes citadinos, contribuyendo al renclaustramiento del ama de casa.

Y teniendo o no Chacachaca, como se conoce popularmente a la lavadora por un exitoso comercial, el detergente se vuelve asimismo una obligación, en la medida en que nadie más que él, presumiendo una espuma imposible para el jabón vil, se dice capaz de barrer con la ignominia de un rastro de mancha y colaborar a los aromas perfumados de los espacios públicos, en una sociedad que en buena medida identifica a sus estratos por el olfato.

Se trata de un fenómeno ajeno al campo, que a pesar de su ya grueso aporte humano a las ciudades sigue albergando a dos tercios de la población nacional. ¿Cuánto ha cambiado entretanto, desde mediados de los1930 en que, con frecuencia deliberada, protectoramente, se regaba por cerca de 80 mil localidades con no más de 225 habitantes, 48 mil de ellas por debajo de las cien almas, a través de más de medio centenar de lenguas indígenas, cada una con varios dialectos locales.

Es un mundo rural que no ha estado quieto, estallando en luchas agrarias y guerras cristeras con un claro sabor a llano, universal resentimiento campesino, y al cual el cardenismo convirtió en gran protagonista con el sueño de una nación “de ejidos y de pequeñas comunidades industriales”.

Un campo de muchos rostros, por sí mismo y por las miradas que se ponen sobre él. Aquí para unos es a caballo, a mula, a pie, a barcucha, y está hecho de “terribles”, “opresivas” quebraduras, vegetaciones de “alarmante” extravagancia, aires “enrarecidos y deprimentes”, “chozas” sin chiste ni sentido común, en desorden o formando un par de “hileras miserables”, que habitan “verdaderos salvajes”. 

Allá para los orgullosos de despreciar la “altanería europea, y estadounidense, que mide la civilización por la altura de las casas y el bajo grado de temperatura”, al pie de un automóvil o un camión el México rural aparece como magnánima exhuberancia de colores, formas y aromas, juntas de “humildes jacales” de encantadora vista, “descendientes de los antiguos mexicanos” y de “hijos del África reunidos en una misma algarabía”, y sabias prácticas como la que lleva a una celda a los borrachos “para dar palos a un muñeco que en la pared hay pintado”, de modo de liberarse del diablo personal.

En la ciudad el muralismo, la canción ranchera, el folclorismo inducido por el Estado, los estereotipos cinematográficos, teatrales, de la carpa, la historieta, etc., le superponen rostros a esa compleja realidad. No lo hacen por mero capricho. Para el México urbano el campo es un ser omnipresente. Si lo suplanta en su imaginario es, antes que nada, porque lo sabe vivo y le teme.

¿Cómo medir esta vitalidad? Podríamos mirar hacia el son, esa “gran variedad de tradiciones musicales” con la cual el país viene narrándose desde muy pronto después la Conquista y que ahora es un producto casi exclusivamente campesino. No importa si la pastelería del ballet de Bellas Artes, el cine y los compositores de la ciudad tratan de agotarlo apropiándoselo, de modo que en Veracruz no haya sino la Bamba y en Chiapas sólo marimba, atontadas y amaneradas al paso, o que el jarabe se haga primero exclusividad tapatía y luego “baile nacional por excelencia”.

No importa. El son, renovado a fines del porfiriato y principios de la posrevolución,  sigue su vida y fiel a sí mismo no para de improvisar, recreando un campo inconcebible para sus tiesas representaciones citadinas. Un campo en él sensualmente juguetón y poético. El de “María Terolerolé/chocolatito con pan francés/En mi casa no lo tomo/porque no tengo con quién/Pero si usted me lo bate…”. O el de “un cuerpo” que “se aleja triste, rumbo a las olas del mar”, y “un pescador lo desviste” y “otro lo mira pasar“.

Este son anda entre el aplastante mundo de seculares, dolientes murmullos, o entre la aplastante inmisericordia de la llana cotidianidad, descubiertos poco después por Rulfo y Revueltas. Pero también entre la divertida ironía del cuento de Edmundo Valadés al asomarse a una asamblea ejidal que ha demandado la presencia del supremo gobierno, a quien nadie más que ella sabe no pide permiso sino la legitimación de un hecho consumado.

Son México rurales que permean a los urbanos, empezando por la gran capital, cuyo rico pueblerío no la cerca sino la constituye de siempre, y al cual decenas de miles de sirvientas, peones de la construcción y la fábrica, cargadores y jardineros llegan cada año sin romper con sus orígenes. Campos a la vez realmente rehechos por la ciudad, que mientras vivía su “revolución del hogar” los ha atravesado con presas, líneas de energía eléctrica, escuelas, carreteras.

En estos mundos que se contaminan entre sí, quienes en 1930 y 1940 visitan o se asientan en la nación recién inscrita en la guía cultural del mundo, encuentran un lugar único. Su mirada se refleja bien en las crónicas de Gustav Regler, el exilado alemán: “caos fascinante”, “hechizado”, “eternamente joven” y “para siempre arcaico”, que “espanta y tranquiliza”.

No es raro, pues, que dando pie sin saberlo al despectivo lugar común de más tarde, los surrealistas aficionados a México parezcan ver aquí su poesía vuelta país. Porque lo que asalta al visitante a cada paso está como hecho de la misma sustancia de los sueños.

 “Puede encontrarse un Ford y un poste telegráfico frente a mujeres que maceran a mano limones y piñas (...) o una palmera bajo la cual toca un fonógrafo, o un camión que se precipita a paso vertiginoso rozando la espuma del mar…”, escribe Jacques Soustelle, el antropólogo.

De ahí seguro el entusiasmo y la desazón de nuestros filósofos contemporáneos buscando el alma mexicana. Porque para ellos no es simplemente cosa de darle a los huipiles en la lavadora.