jueves, 29 de octubre de 2015

Raza

Hay una novela fantástica en que los aviesos descubren cómo vivir cien, doscientos o más años, alimentándose de los otros. La idea es simplona y a nosotros nos conduce al rico templo en la gigantesca ciudad, cuyos conspiradores dirigen los pasos del hombre que veremos acercarse a Iguala tan pronto como Vicente Guerrero y su gente controlen el Sur. 
Dos siglos después una marcha popular improvisada se acerca a la iglesia para sabotear una boda que trasmite la gran televisora de nuestra Red.

Entre los invitados están quienes se diría recibieron el secreto de los conspiradores aquéllos. ¿Cómo fue, me pregunto con Agustín mientras nos damos a los gritos y las cámaras producen el más elocuente documento sobre los amos del presente? 
Una orquesta de cámara interpreta allí el segundo movimiento que se compuso dos siglos atrás por razones muy distintas a una boda, fuera de quien fuera. Hay ramplonería provinciana, pues, en la música y en muchas otras cosas del espectáculo. Lo demás respeta cuanto animaba la casa del Santo Tribunal, y su asistencia ese sábado no es menos poderosa que la aristocracia de hecho o de derecho reunida para dar forma al plan cuya guía sigue su mano militar en noviembre de 1820.
La transmisión de la boda en 2012 se hace con nuevas cámaras que permiten un soberbio, largo paneo, recogiendo a la clase en el poder y la fastuosidad del recinto. 
Días pasamos Agustín y yo ciento noventa y dos años antes, esforzándonos en seguir la pista de telas, maderas, motivos, perfumes, por muchos rumbos y siglos del planeta, en el altar, el prebisterio, la nave toda.
Nos obsesionaba Matías Monteagudo, el canónigo inquisidor amo del lugar. Era un anciano a quien seguro desde la infancia robaron los hombros, encanijados en un pecho que se empobreció a costa del vientre.
No sé si la maldad tiene rostro. Si es así debió pedírsela al tipo. Rogando piedad por las manitas y los minúsculos pies, retozaba en la piel.

¿Dónde exactamente está entre los doscientos invitados de hoy? ¿Es todos ellos, ahora tal vez también en representaciones femeninas, pues si entonces no entraba mujer allí, Cleopatras y Ladys MacBeths las hubo siempre y llegado el siglo XXI pululan con puñales bajo los escotes para mejor desgarrar a sus madres y abuelas campesinas y a Sandras, Xochitls, Lidias que cuando draguen canales, ríos, lagunas, hallarán en restos irreconocibles. No, mudó simplemente, ¿sino a qué su empeño entonces? 

-¿Quién, quién? -nos preguntamos hurgando cada rostro.

-¡Míralo! El gordo de bigote, con puro y traje casi cualquiera.
SIGUE